4 de enero de 2015

La luz de la bombilla

Un señor acababa de salir de trabajar. Se dispuso a recorrer el camino que llevaba hasta la parada de autobús. Hacía muchos años que llevaba haciendo ese recorrido, sin embargo, nunca se cansaba de él. En cuanto salía de su oficina, un puesto de flores llenaba de color la calle. Decenas de rosas, tulipanes, crisantemos, lirios y claveles se erguían esbeltas en sus respectivos floreros. El señor continuó caminando hasta llegar a una esquina donde una pastelería abría el estómago a cualquiera que pasara por allí. Un olor que hacía que los niños se quedaran estampados en el escaparate babeando al observar los deliciosos bollos y pasteles que este lucía, y que los adultos pusieran una sonrisa tonta al recordar el buen sabor de los dulces de las antiguas pastelerías. Giró en la esquina y caminó calle abajo hasta llegar a una cafetería, donde tres amables camareros atendían a la gente con una gran sonrisa en su rostro y la gente sonreía complacida del buen sabor del humeante café que los camareros les servían. Continuó bajando hasta llegar a un semáforo, en el cual unos músicos te alegraban la espera tocando unas magníficas canciones de jazz. El señor les dejo unas monedas y después prosiguió su camino cruzando el semáforo. A continuación bajó hasta llegar a la parada de autobús. A su lado, una vieja farola emitía una débil y triste luz. El señor se quedó observando la farola y se fijó en una polilla que volaba en torno a la luz que esta proyectaba. Pensó en por qué de todas las cosas bonitas y alegres repletas de magníficas luces, colores, olores y sonidos que había en ese camino la polilla tenía que adorar aquella vieja y triste farola. Entonces el autobús llegó y el señor continuó con su camino a casa. Tardó veintitrés minutos en llegar a su parada, otros cinco en llegar hasta su casa, y apenas un instante en convertirse en polilla y adorar a su mujer, porque no había nada más bonito en el mundo que ella.